Usted
había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie, ni siquiera el
muerto, hubiese podido culparlo del asesinato.
En
la noche, cuando las sustancias se sumergen en una identidad de
aristas y de planos que sólo la luz podría romper, usted vino
armado de un cuchillo curvo, de hoja vibrante y sonora, y se detuvo
junto a la habitación. Escuchó, y al no hallar más réplica que la
del silencio, empujó la puerta; no con la lentitud sistemática del
personaje de Poe, aquel que le tenía odio a un ojo, sino con alegre
decisión, como cuando se entra en casa de la novia o se acude a
recibir un aumento de sueldo. Usted empujó la puerta, y sólo un
motivo de elemental precaución pudo disuadirlo de silbar una tonada.
Que, no está de más decirlo, hubiera sido Gimiendo por ti.
Ralph
solía dormir de costado, ofreciendo un flanco a las miradas o los
cuchillos.
Usted
se acercó despacio, calculando la distancia que lo separaba del
lecho; cuando estuvo a un metro, hizo alto. La ventana, que Ralph
dejaba abierta para recibir la brisa del amanecer (y levantarse a
cerrarla por el mero placer de dormir nuevamente hasta las diez),
permitía el acceso a los letreros luminosos. Nueva York estaba
rumorosa y llena de caprichos esa noche, y a usted le causó gracia
observar la competencia entablada, sin cuartel, entre las marcas de
cigarrillos y los distintos tipos de neumáticos.
Pero
ése no era momento para ideas humorísticas. Había que concluir una
tarea iniciada con alegre decisión y usted, hundiéndose los dedos
en el cabello y echando ese cabello hacia atrás, se resolvió a dar
una puñalada a Ralph, ahorrando todo preliminar y toda mise en
scène.
Acorde
con tal principio, usted puso el pie derecho en la alfombrita roja
que señalaba el emplazamiento justo del lecho de Ralph (claro está
que un paso hacia delante); olvidándose de los carteles luminosos,
giró el torso hacia la izquierda y, moviendo el brazo como si
estuviera por lanzar un tiro de golf, enterró el cuchillo en el
costado de Ralph, algunos centímetros por debajo del sobaco.
Ralph
se despertó en el preciso instante de morir, y tuvo conciencia de su
muerte.
Eso
no dejó de agradarle a usted. Prefería que Ralph comprendiera su
muerte, y que la cesación de tan odiada vida tuviera otro espectador
directamente interesado en ello.
Ralph
dejó huir un suspiro, y luego un quejido, y después otro suspiro, y
después un borborigmo, y nada quedó en el aire que pudiese hacer
dudar de que la muerte había entrado junto con el cuchillo y se
abrazaba a su nueva conquista
Usted
desenterró la hoja, la limpió en su pañuelo, acarició suavemente
el cabello de
Ralph
—lo cual era una ofensa premeditada— y fue hacia la ventana.
Estuvo largo rato inclinado sobre el abismo, mirando Nueva York. La
miraba atentamente, con gesto de descubridor que se adelanta
visualmente a la proa de su navío. La noche era antipoética y
calva. Allá abajo, siluetas de automóviles regresaban a condición
de escarabajos y luciérnagas por el imperio del color y la hora y la
distancia.
Usted
abrió la puerta, la cerró otra vez, y se fue por el corredor, con
una dulce sonrisa de ángel perdida fuera de los dientes.
—Buen
día.
—Buen
día.
—¿Dormiste
bien?
—Bien.
¿Y tú?
—Bien.
—¿Tomas
el desayuno?
—Sí,
hermanita.
—¿Café?
—Bueno,
hermanita.
—¿Bizcochos?
—Gracias,
hermanita.
—Aquí
tienes el diario.
—Lo
leeré, hermanita.
—Es
raro que Ralph no se haya levantado aún.
—Es
muy raro, hermanita.
Rebeca
estaba frente al espejo, empolvándose. La policía observaba sus
movimientos desde la puerta de la habitación. El agente con rostro
de pajarera celeste tenía un modo sospechoso de mirar, presumiendo
culpabilidades desde lejos.
El
polvo cubría las mejillas de Rebeca. Se maquillaba de manera
mecánica, pensando todo el tiempo en Ralph. En las piernas de Ralph,
en sus muslos lisos y blancos.
En
las clavículas de Ralph, tan personales. En la manera de vestirse de
Ralph, su artístico desaliño.
Usted
estaba en su habitación, rodeado por el inspector y varios
detectives. Le hacían preguntas, y usted las contestaba, hundiéndose
la mano izquierda en el cabello.
—No
sé nada, señores. Ayer a la tarde lo vi por última vez.
—¿Cree
en un suicidio?
—Lo
creería si viese el cadáver.
—Quizá
lo encontremos hoy
—¿No
había huellas de violencia en la habitación?
Los
agentes se maravillaron de que usted se pusiera a interrogar al
inspector, y eso le produjo a usted una inmensa gracia. El inspector,
por su parte, no salía de su asombro.
—No,
no hay huellas de violencia.
—Ah.
Pensé que podrían haber encontrado sangre en el lecho, en la
almohada.
—Quién
sabe.
—¿Por
qué lo dices?
—Aún
falta algo por hacer.
—¿Qué
cosa, hermanita?
—Cenar.
—¡Bah!
—Y
esperar la llegada de Ralph.
—Ojalá
llegue.
—Llegará.
—Hablas
con firmeza, hermanita.
—Llegará.
—Me
convences.
—Te
convencerás.
Fue
entonces que usted pasó revista a algunos acontecimientos. Lo hizo
aprovechando un alto en el asedio policial.
Usted
recordó cómo pesaba. Usted se dijo que la destreza había sido un
factor importante en la obtención del resultado. El corredor, al
amanecer. Y el cielo plomizo, cargado de perros ambulantes color
manteca.
Habría
que dar pintura a alguna jaula de pájaros, pronto. Comprar una
pintura carmesí, o mejor bermellón, o mejor aún púrpura, aunque
quizá el color por excelencia fuese el violado. Pintar la jaula de
violado, utilizando el pantalón y la camisa que ahora reposaban
junto a una cosa.
Segundo:
Usted pensó en la necesidad de comprar arena, fraccionarla en gran
cantidad de paquetes de cinco kilos, y llevarla a la casa. La arena
serviría para contrarrestar derivaciones de orden sensorial.
Tercero:
Usted pensó que la tranquilidad de Rebeca debía tener orígenes
neuróticos, y empezó a preguntarse si, después de todo, no le
habría hecho un señalado favor.
Pero,
claro está, esas cosas no podían averiguarse claramente.
—Adiós,
sargento. —Adiós, señor.
—Feliz
Nochebuena, sargento.
—Lo
mismo le digo, señor.
La
casa sola, y sus dos ocupantes.
Rebeca
puso la tapa a la olla de la sopa. La puso despaciosamente. Usted
estaba en el comedor, oyendo radio, a la espera de la cena. Rebeca
miró la olla, luego la fuente de ensalada, y después el vino. Usted
criticaba mentalmente a Ruddy Vallée.
Rebeca
entró con la bandeja, y fue a sentarse en su sitio mientras usted
cerraba el receptor y ocupaba la silla de la cabecera.
—No
ha vuelto.
—Volverá.
—Puede
ser, hermanita.
—¿Es
que acaso lo dudas?
—No.
Es decir, quisiera no dudarlo.
—Te
digo que volverá.
Usted
se sintió arrastrado hacia la ironía. Era peligroso, pero usted no
se arredraba.
—Me
pregunto si alguien que no se ha ido... puede volver.
Rebeca
lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—Eso
es lo que yo me pregunto.
A
usted no le gustó nada esa respuesta.
—¿Por
qué te lo preguntas, hermanita?
Rebeca
lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—¿Por
qué suponer que él no se ha ido?
A
usted se le estaban empezando a erizar los cabellos de la nuca.
—¿Por
qué? ¿Por qué, hermanita?
Rebeca
lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—Sirve
la sopa.
—¿Por
qué he de servirla yo, hermanita?
—Sírvela
tú, esta noche.
—Bueno,
hermanita.
Rebeca
le alcanzó la olla de la sopa, y usted la puso a su lado. No sentía
ningún apetito, cosa que usted mismo había previsto.
Rebeca
lo miraba a usted con una fijeza increíble.
Entonces,
usted levantó la tapa de la olla. La fue levantando despacio, tan
despacio como Rebeca la había puesto. Usted sentía un extraño
miedo de descubrir la olla de la sopa, pero comprendía que se
trataba una mala jugada de sus nervios. Usted pensó en lo bueno que
sería estar lejos, en la planta baja, y no en el último de los
treinta pisos, a solas con ella.
Rebeca
lo miraba a usted con una fijeza increíble.
Y
cuando la tapa de la olla quedó enteramente levantada, y usted miró
el interior, y después miró a Rebeca, y Rebeca lo miró a usted con
una fijeza increíble, y miró después el interior de la olla, y
sonrió, y usted se puso a gemir, y todo decidió bailarle delante de
los ojos, las cosas fueron perdiendo relieve, y sólo quedó la
visión de la tapa, levantándose despacio, el líquido en la olla,
y... y...
Usted
no había esperado eso. Usted era demasiado inteligente como para
esperar eso. A usted le sobraba de tal manera la inteligencia que el
excedente se sintió incapacitado para seguir viviendo en el interior
de su cerebro y decidió buscar una escapatoria. Ahora, usted hace
números y más números, sentado en el camastro. Nadie consigue
arrancarle una sola palabra, pero usted suele mirar hacia la ventana,
como si esperara ver avisos luminosos, y después adelanta el pie
derecho, gira el torso a la manera de quien se dispone a dar un golpe
de golf, y entierra la mano vacía en el vacío aire de la celda.
1938